Un episodio en la vida del pintor viajero – César Aira

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Johan Moritz Rugendas, a quien el mismo Humboldt admiraba como a un maestro en el arte pictórico de la fisionomía de la naturaleza, fue el mejor de los pocos pintores viajeros que hubo en Occidente. De su segundo viaje a América, que se extendió a lo largo de su juventud, de 1831 a 1847, resultaron miles de óleos, acuarelas y dibujos cuyo objeto, como lo indicaba el género, fueron primordialmente las selvas y montañas tropicales. Pero el objetivo secreto de su viaje fue la Argentina: sólo allí, pensaba, en el vacío misterioso que había en el punto equidistante de los horizontes sobre las llanuras inmensas, podría encontrar el reverso de su arte. La visitó en dos oportunidades: en 1847, en Buenos Aires, registró en abundancia los paisajes y tipos rioplatenses, y fue ésta su visita más fructífera. Diez años antes, sin embargo, una visita breve y dramática a Mendoza fue la que le dio la ocasión de aventurarse al centro soñado. Sobre el rastro lentísimo de las carretas gigantes, Rugendas se puso, con urgencia infantil, en el camino de la recta interpampeana a la espera de aquello que, por fin, desafiara a su lápiz y lo obligara a crear un procedimiento nuevo. Lo acompañó el pintor alemán Robert Krause. Sin dudas Rugendas rozó, siquiera por unos instantes, ese centro imposible, sólo que a un precio inmenso, casi se diría monstruoso de exorbitante. Un extraño episodio, que no pudo evitar absorber, salvajemente, en su cuerpo entero, interrumpió la travesía y marcó de un modo irreversible, y fulminante, su vida: su arte y su juventud.


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